Después de 500 años, los Hércules siguen siendo el mejor e insuperado monumento público. Lo sucedido en Burgos debe servir de experiencia para no forzar imposiciones.
06/02/2014. Diario de Sevilla.
SEVILLA es una ciudad levantada con poca piedra, y de mala calidad. Los granitos del piedemonte de Sierra Morena sirvieron para pavimentar pero no para construir, al igual que aquellas losas de Tarifa a las que concedemos la condición de mármol pero que sólo se utilizaron para esculpir baldosas rústicas, que hoy, por cierto, cuestan un dineral. Las calcarenitas de Carmona y Alcalá sí se aprovecharon por su fácil labra y su bello reflejo dorado, pero a poco que se las presione tienden a querer ser arena, y las calizas de Morón, color paja, son algo más compactas pero se fracturan con facilidad a base de lluvia y viento.
Después de casi quinientos años, después de exposiciones iberoamericanas y universales y, sobre todo, después de esta última y falaz década "prodigiosa", que ha llenado Sevilla de esculturas mediocres y conmemoraciones cuestionables, los Hércules de la Alameda siguen siendo el mejor e insuperado monumento público levantado en esta ciudad, y curiosamente representan la mítica celebración de sí misma, pero entendida desde la plenitud estética del Humanismo y no desde la empalagosa autocomplacencia de nuestros días. Sin embargo, y aunque resulte contradictorio con las prácticas patrimoniales vigentes, deberíamos ir pensando en la conveniencia de bajar de tan honrosos pedestales a los patriarcas hispalenses, cuyas anatomías están siendo consecuentes con su naturaleza caliza de Morón. Al igual que los grutescos del Ayuntamiento, o las pilastras exteriores de la Sacristía Mayor de la Catedral, sufren pérdidas de materia que amenazan su integridad, lo que haría recomendable su sustitución por copias, por cuanto se corre el riesgo de mantener su originalidad a costa de perder su artisticidad.
En la conservación del Patrimonio, el uso de copias para preservar originales es siempre una decisión polémica y traumática, de la que se abusó mucho en otras épocas en las que se prefería incrementar los fondos museísticos a costa de descontextualizar obras que habían sido concebidas para su exhibición pública exterior. Hoy, ésta es una opción de último recurso y restringida a casos donde no se considera viable la garantía de su conservación, y aun así se supedita a la resolución de una serie de criterios técnicos y de discursos intelectuales, a menudo contradictorios, con los que se intenta dilucidar que el "fraude" aceptado que supone toda sustitución de un elemento artístico por una copia formal sea el inevitable mal menor. En el supuesto caso de abrir este debate sobre los Hércules, tendríamos que ir determinando qué es lo que habría que reproducir, si las esculturas que labrara Diego de Pesquera en 1574 o las imágenes actuales con sus pérdidas de materia y sus contornos erosionados por el tiempo, además de proponer un uso patrimonial consecuente para los originales. Afortunadamente, y gracias a la restauración de hace unos años, esta cuestión aquí propuesta no parece urgente, pero también es verdad que estos debates conviene plantearlos sin urgencias.
La intervención urbanística de 2008 sobre la crítica Alameda de finales del siglo XX fue una necesidad incuestionable, que tuvo logros importantes en la ordenación de los espacios públicos y en su revitalización social, pero que fue cuestionada desde los primeros momentos de su realización, no sólo por su mala calidad constructiva, sino por una estética fallida que ni es contemporánea ni es tradicional; una especie de pretendida modernidad pre-Expo 92, más asociada a bulevares costeros de turismo nacional de los años 80 que a un emblemático espacio urbano cargado de significado. A pesar de su generalizada decadencia, la Alameda siempre mantuvo su dignidad como enclave urbano singular, como espacio vital asumido aún en su manifiesto declive, expresada por ejemplo en aquella defensa ciudadana de su condición arbolada. El referente máximo de todo esto han sido históricamente los monumentales pedestales conmemorativos, pero eso no lo entendieron quienes diseñaron esta Alameda, que consiguieron la paradoja de que las columnas de los Hércules parezcan actualmente un estorbo en esa especie de pista de skate en la que ahora se sitúan. Como sello personal, además de las cuestionables pérgolas de hormigón, nos regalaron un reloj elevado sobre un pilar que se inclina, según comentario de los propios autores, para "respetar" la verticalidad de las columnas romanas: si es así, ya podían haberlo puesto en otro lado, o directamente no ponerlo en ningún sitio, porque sencillamente es un capricho innecesario.
Nuestros munícipes tienen rondándoles por la cabeza la idea de levantar la actual Alameda, pero no porque no les guste su aspecto, que no les gusta, sino porque están empeñados en privatizar su subsuelo. No pretenden corregir lo que la intervención de 2008 dejó sin resolver, es decir, la falta de calidad urbanística de este enclave excepcional, sino revertir lo que sí resolvió aquella intervención, la espacialidad al servicio del ciudadano, para involucionar hacia una Alameda-megaparking del centro.
Eso sí, de camino se aprovecharía para "sevillanizar" su superficie con la instalación de las "madrileñas" farolas fernandinas. Quienes no quieren coches en la Alameda tampoco son entusiastas de la estética actual, pero son defensores de la ganancia adquirida, asumiendo que durante los próximos 20 ó 30 años tendremos que amortizar una Alameda fea pero útil. La reciente experiencia de Gamonal debería servir, al menos, para que desde la Administración no se forzaran imposiciones irreversibles, para temporalizar sin conveniencias oportunistas debates que afectan a la forma en la que los ciudadanos construimos la ciudad, a base de vivirla día a día.
Con esta tesitura latente, política y social, la verdad es que a pocos sevillanos les va a interesar el debate sobre qué hacer con los Hércules de la Alameda. Mientras tanto, mientras la naturaleza caliza de Morón del mejor monumento público levantado en Sevilla sigue siendo erosionada por el viento y la lluvia, nosotros seguiremos llenando esta ciudad de esculturas mediocres y empalagosos e innecesarios monumentos a la autocomplacencia. Andan por ahí proponiendo un monumento al costalero; por favor, al menos, no lo pongan en espacios urbanos tan singulares como la Alameda.
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