A pesar de la desidia y la ignorancia, la tumba de Lácara resiste.
20/04/2016. Hoy. J.R.Alonso de la Torre.
Ambos son de la misma época, hacia el 3.000 antes de Cristo, son monumentos megalíticos e impresionan. Los diferencia la geografía: uno está cerca de Amesbury, en Inglaterra, el otro pertenece a Cordobilla de Lácara, en Extremadura. Uno se llama Stonehenge y el otro se llama Dolmen de Lácara. En los dos casos, estamos ante monumentos funerarios. Pero hay una diferencia fundamental: en Stonehenge, uno ha de admirar la majestuosidad del monumento en compañía de miles de turistas. En Lácara, uno admira el dolmen en absoluta soledad, es un dolmen para ti solo.
En estas tardes de primavera, visitar el dolmen de Lácara es una experiencia que impresiona y cuesta narrar. Es una de esas sensaciones inefables que solo la lírica o la mística son capaces de sugerir. Y allí, ante aquel monumento formidable, los viajeros se pellizcan asombrados e incrédulos. ¿Cómo es posible que una construcción tan bella, tan intensa, tan antigua se muestre gratis solo para tus ojos?
Conozco a tres extremeños, al menos, que han ido a Stonehenge, pero no han estado en Lácara, que han fotografiado el monumento inglés, pero desconocen el dolmen extremeño, que está ahí, al lado, entre Cáceres y Mérida.
Para llegar al dolmen de Lácara, hay que circular por la Autovía de la Plata y tomar la salida de Aljucén y La Nava de Santiago, dirigirse hacia esta segunda población y, a diez kilómetros de la salida de la autovía, tomar un camino a la izquierda perfectamente señalizado: Dolmen de Lácara.
Se llega enseguida a un aparcamiento cómodo y solitario, salvo algún fin de semana, se deja el coche debajo de una encina, a la sombra, y se comienza un agradable paseo de unos diez minutos que, cruzando una dehesa, lleva hasta el dolmen. La senda está señalizada y de vez en cuando aparecen algunos paneles informativos. Justo es reconocer que el lugar está cuidado y explicado.
Al fin, tras dejar atrás una casa en ruinas, se distingue un montículo al fondo: ahí está nuestro objetivo, el dolmen de Lácara, un monumento megalítico que, como tantos vestigios arqueológicos de esta bendita tierra, no hemos conseguido convertir en referencia arqueológica, en visita obligada, en lugar de peregrinación para entender la grandeza de las raíces de Extremadura. Si nos ponemos egoístas, mejor así porque de esta manera ni nos cobran 15.50 libras como en Stonehenge, ni tenemos que acceder en microbuses, ni abren de 9.30 a 19.30, ni la carretera de acceso al parking es un atasco continuo, ni nos tientan en la cafetería ni en la tienda para que gastemos nuestro dinero.
En Lácara todo es libre: ni pagas, ni hay horario, ni hay atascos, ni tiendas, ni microbuses y lo habitual es que tengas el monumento para ti solo, puedas meterte en la cámara funeraria, andar por aquí y por allá y quedarte un buen rato en silencio, sintiendo la fuerza telúrica del tiempo detenido.
El dolmen de Lácara es una sepultura colectiva con un vestíbulo de 6.20 metros de largo, un corredor techado de 9.15 metros y una cámara funeraria octogonal de 4.5-5 metros de diámetro y 4 metros de altura. En el lugar reina un silencio absoluto, que se convierte en conmovedor cuando te adentras por el túnel del corredor y desembocas en la tumba octogonal. La visita no se olvida y si es con niños, la experiencia supera en emociones a la de cualquier parque temático.
El dolmen fue vivienda y cantera. A finales del XIX, su cubierta fue dinamitada. Pero a pesar de tanta desidia, tanta ignorancia y tanto desprecio, ahí sigue, resistiendo 5.000 años, ofreciéndonos gratis una lección de historia y un reflejo de lo que somos.
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