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San Isidoro del Campo: un monasterio sin vigilantes y casi sin visitantes


El monasterio de San Isidoro del Campo necesita una rehabilitación - ROCÍO RUZ.
Una empleada abre, cierra y lleva la tienda. Es todo el personal de este desconocido, además de maltratado monumento.
21/09/2016. ABC.

Mediodía. 11.50 de una mañana soleada. Dos periodistas, redactora y fotógrafa, llegan a Santiponce para visitar el Monasterio de San Isidoro del Campo, reabierto apenas un mes después del robo de azulejos. La llegada no es fácil pues el monumento, considerado una joya y calificado como Bien de Interés Cultural, no está señalizado. Hay que saberse el camino o recurrir a un buscador pues no sólo se accede por carreteras secundarias sino que los carteles no aparecen hasta darse de bruces con él. O, si acaso, seguir las indicaciones de Itálica ya que las ruinas romanas sí están indicadas. Pero, para ello, también hay que saber de antemano que el monasterio, fundado en 1301 por Alonso Pérez de Guzmán y María Alonso Coronel en el sitio donde fue enterrado San Isidoro, está a escasa distancia de los famosos restos.

Pese a su cercanía, la diferencia entre ambos enclaves es notable y se aprecia al llegar a Santiponce. A las puertas de Itálica hay autobuses llenos de turistas y constante movimiento. La entrada de San Isidoro, donde por fin hay cartel anunciador, ofrece un aspecto desolado. Ni un alma. «Está cerrado», dice un vecino que, como la mayoría, desconoce, que el monumento sólo abre cada hora en punto. A las diez, las once, las doce... así hasta el cierre, a las tres de la tarde.

Una puerta cerrada y un cartel con el horario de visitas. Hay que llamar con los nudillos. Minutos después una joven abre. Es la dependienta de la tienda de recuerdos que también hace de portera. Y es el único personal que se encuentra en tan singular fortaleza que, según el folleto que ofrece a los visitantes, «yuxtapone el estilo gótico con claras influencia de Languedoc, y el mudéjar con tradición almohada» y que fue reformado en el siglo XVI.

Ni rastro de vigilantes. Ni medidas de seguridad más allá de las cámaras. La empleada, que debe abrir, cerrar y atender la tienda, conmina a no usar el flash. Y punto. Ese es todo el control. «¿Y el guardia de seguridad?», pregunta la periodista. «Llame a la Delegación, allí le explicarán», contesta apurada. La vecina de enfrente es más tajante: «Alguna noche lo vemos pasar. Pero se va enseguida», dice.

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