En el campo, en los pueblos, se mantiene una dignidad que no es altiva, que no se viste de hidalguía y disimulo, sino de una especie de fatalismo de raíz estoica, que se acepta.
16/08/2012. ABC.
ALFONSO ARMADA / BARCARROTA
Volvemos a la carretera de la víspera, pero dos horas antes. Y dos horas antes cambia por completo la luz, el mundo, y por lo tanto la memoria. Cómo cambia el Guadiana contemplado al amanecer. En dos horas puedes encontrarte con tu destino, como si te estuviera acechando en una vuelta del camino. En Torremejía, un silo con forma de huso parece el diábolo de un cíclope emboscado entre las nubes. En la radio, la alcaldesa de Elche repite una y otra vez (por culpa de los boletines horarios) el mismo dislate: «Vuelvo a reincidir». La sombra del coche se proyecta delante de nosotros. Da gusto madrugar para que el tiempo se ponga de tu lado. O al menos se lo haga creer a los voluntariosos y a los pescadores. La circunvalación de Almendralejo parece la de una formidable capital agrícola. Optamos por la EX-105, hacia Aceuchal, Santa Marta y Almendral. En el primero, el sol naciente acentúa la condición pre-cubista de las casas. Huele a ajo, como Seúl. Los viñedos se pierden en lontananza, plantados y escardados con primor. Hay tractores que le hacen la manicura a la tierra. En Santa Marta, café reparador y fábrica de cartones. Inevitablemente, Nogales nos trae recuerdos del Nogales de dos caras, el que saja la frontera entre México y Estados Unidos, un haz de calzadas y un pasadizo que se transita a pie con el pasaporte en la boca en un sentido y en el bolsillo en la otra, mientras una tertuliana le da la réplica a la edil ilicitana con otra perla matutina: «Un país que arde por los cinco costados». ¿Será el de su alma errante? El arroyo Madre de Agua invita a preguntar a las ranas, pero la N-435 no consiente esas derivaciones franciscanas. Nos espera el mayoral de la finca La Lapita y ya estamos llegando tarde. En el horizonte cercano, nubes de incendio. El día se ha ensombrecido de repente. La dirección es Bararrota, en la carretera de Alconchel y Táliga, hacia Valverde de Leganés. Entramos por la portera, que es como llaman aquí a la entrada de los cortijos y las fincas.
José Laso Mato tiene 63 años y se ha quedado solo. Nos recibe con Jenny y Zorri, dos de las perras que le acompañan en su labor diaria, de sol a sol. Lleva desde los quince años trabajando en La Lapita, y la ha visto transformarse ante sus ojos sin que pudiera hacer nada para invertir una deriva que parece ineluctable. Como si los hombres ya no tuvieran la historia en sus manos. ¿Pero la tuvieron alguna vez? Esa es la sensación que captamos a media que vamos dibujando nuestro mapa de España por carreteras secundarias. No se confía en el gobierno, pero tampoco en la oposición. En el campo, en los pueblos, se mantiene una dignidad que no es altiva, que no se viste de hidalguía y disimulo, sino de una especie de fatalismo de raíz estoica, que se acepta. Como si los pobres y los no tan pobres estuvieran curados de espantos, no hubieran olvidado de dónde vienen y estuvieran dispuestos a aguantar aquí o en donde sea menester. No hay ira política, no hay ánimo de incendio, parece –y no es más que una impresión recogida con el menos científico de los sistemas– que lo que predomina es una especie de resignación.
Recuerda José que fue Antonio Cruz Caballero, el abuelo del actual propietario, José María Cruz, quien decidió plantar alcornoques en línea. Entonces algo muy poco común aquí. Fue hacia 1917. «Era muy curioso». Quiere decir cuidadoso. Entonces era una finca magnífica, que se extendía hasta la sierra de la Cruz y tenía más de mil hectáreas. La esposa de Antonio murió cuando trajo al mundo dos mellizos: Emilio (que acabó por hacerse cargo de la propiedad) y José, que se hizo veterinario. Pasaron en la finca hasta los siete años, luego los llevaron a Badajoz, donde estudiaron. El padre de quien al correr el tiempo se acabaría convirtiendo en el encargado, y el único empleado, fue quien le hizo aprender todas las tareas del campo. José, que heredó de su padre el nombre y el oficio, lo dice con una frase corriente en las dehesas extremeñas: «Los golpes hacen a los hombres jinetes». Hemos de hacérsela repetir tres veces para entenderle. El acento extremeño no es para duros de oído. Tiene José «una collera». Es decir, «igual que hay una collera de tórtolas, macho y hembra, hay una collera de hijos»: un chico (cocinero en un hospital de Badajoz), y una chica (administrativa en la Volkswagen): «Gracias a Dios, tengo a los dos colocados».
El dolmen que escone la finca, de quien nos dio noticia Carlos García Santa Cecilia, un enamorado de la Biblioteca Nacional, y primo de la mujer del dueño, es lo que nos trajo a La Lapita. José recuerda. Aquí se escondía a cazar palomas con su escopeta, que después entregaba a su madre: «para el arroz». El dolmen es un quebradero de cabeza, para él y para los propietarios. Ya se anuncia en la carretera. Es un bien común y ni se plantea impedir el acceso: escolares, curiosos, expertos, arqueólogos, adoradores del pasado remoto… Nos asombramos. Las perras parecen reticentes a entrar, y solo lo hacen cuando José las llama, y con muchos reparos. Como si le impusiera respeto el monumento que sirve de silencioso contraste frente a todos nuestros efímeros afanes. Parece que los íberos encontraron acomodo en la zona de Barcarrota y la zona atesora la mayor concentración de vestigios lítico-funerarios de todo Badajoz. No siempre acertamos a entender lo que nos quieren decir las piedras.
En los noventa, con la última partición, «la vida en la finca cambió por completo». Habla José de forma pausada, sin más énfasis del debido, sin cargar las tintas, y sin que la melancolía le arrebate. Aunque es evidente que añora los tiempos en que llegó a haber hasta cien trabajadores entre jornaleros y contratados, entre los que sembraban y cosechaban la avena y el trigo, los pastores de vacas (ahora quedan poco más de ochenta, y él –mayoral y encargado- se ocupa de todas ellas), de ovejas (llegó a haber más de mil cabezas), de cerdos (más de 300). La finca se recorría a caballo, y para ello había diez o doce monturas, y una yegua para criar. Se labraba con mulas… «Aquello era muy bonito. Daba gusto ver juntarse por la mañana hasta cincuenta personas esperando que le asignaran la tarea». José era entonces «chico para todo». Lo que más le gustaba era «ir con las mulas, porque no estabas solo. No me gustaba andar de pastor». En 1974 se convirtió en encargado. Entonces todavía tenía a seis personas a su cargo. Pero en los noventa, con el último reparto, se quedó solo. Y solo sigue. Hay que ver con qué tino controla a sus «dos piaras» de vacas. Así las llama. Milagros acaba de tener un ternero, que empieza a levantase. Y le deja claro a Jenny que no está dispuesta a que le toquen a su cría. José sabe cómo tratarlas. A la hora de la comida, todas esperan. Ni una se adelanta. Les echa el pienso en los comederos y hasta que no grita «¡Vámonos, vámonos!», ni una se mueve.
–¿Cuándo descansa?
–Cuando me acuesto por la noche.
–¿Y no coge vacaciones?
–Pues no. No las cojo, y me las pagan.
Y no parece lamentarlo. Su vida está aquí, entre las vacas, el eucalipto con nueve nidos de cigüeñas, la antigua charca de los gorrinos, los zahurdones… Resultan casi más sorprendentes, mas enigmáticos, más cautivadores que el dolmen. Construidos de forma cónica, para que los cerdos pasen la noche, el pequeño circo pintado de blanco evoca a cabañas de indígenas africanos o americanos. Su silueta contra las nubes y el cielo de agosto parecen otro recordatorio de una civilización perdida, pero que sabía qué hacer, por qué y para qué. Que tenía un sentido de estar en el mundo. Cuando hacíamos cosas con las manos. Si en el dolmen enterraban a los jefes, donde se levantan los zahurdones estaría el poblado (como si en vez de guarros calcaran en el lugar donde vivieron nuestros antepasados: una cultura desvanecida), y el agua no debe andar lejos. Y no lo está. José señala a lo lejos la ribera del Fraile. Todo lo necesario.
A José le inquieta algo. Que este año ningún polluelo de cigüeña (los «cigüeñinos», como les llama) haya salido adelante. Ni siquiera uno. De los huevos no salieron adelante. «Jamás había visto una cosa así. Es muy raro». Hasta nueve nidos de cigüeñas cuenta en el formidable eucalipto que se yergue junto a los antiguos corrales de los gorrinos. «No volverán hasta Navidad». Es el emblema vegetal de La Lapita, además del viejo alcornoque que sirve de telón al dolmen. Don Antonio, el padre de José María, no dejaba que se molestara a las cigüeñas ni a las golondrinas. ¿Cómo no acordarse de Ferlosio en Coria y su celo hacia las golondrinas, que anidan dentro de su casa?
Aunque de todo parece disfrutar, cuando José lo hace con más detenimiento es cuando explica el ciclo del corcho. «Cada nueve años se hace la saca de la corcha. A partir de entonces, si no se saca, se vuelve leña. Y si se saca antes, no sale bueno. Con el hacha se corta y por las yemas se mete la hurga». Se parece a la forma de desollar un animal. Dice que ya van quedando pocos sacadores que conozcan el oficio. «Porque si clavas mal el hacha le puedes hacer daño al árbol». Cada cierto tiempo se hacen calas, para ver si el alcornoque está en sazón. Se comprueba fácilmente si la corcha es buena o mala. Cada año deja una marca. José lo lee como si leyera un libro abierto. Hasta cien años sigue dando corcho un alcornoque, y los hay más antiguos. «La saca se hace a últimos de mayo o primeros de junio, porque fuera de esa época se agarra al tronco y es mucho más difícil sacarla».
Nos vamos del pueblo sin haber visto nada, aunque de José supimos que su nombre no tiene nada que ver con barcas, que aquí quedan lejos. La leyenda dice que la Virgen se apareció a un pastor que estaba remendando sus abarcas, de ahí lo de Barcarrota. No nos recreamos en el paso del dominio templario a la orden de Santiago, ni entramos en la iglesia de Santa María Soterraño. Con José María Cruz, su propietario, y su esposa, Cristina Herrera Santa Cecilia, no coincidimos por apenas unos días. Ellos vuelven del mar, nosotros vamos hacia él. Pero por teléfono nos confirman que la finca no ha dejado de partirse una y otra vez, y que precisamente esa «atomización» la ha hecho menos y menos rentable. Respecto al corcho, que se coseche cada nueve años restringe su beneficio, y eso sin contar que del boom que experimentó el vino hemos pasado a un claro declive, «por no hablar de la afición por los corchos de plástico», que José María Cruz descarta de un plumazo: «Mando la botella de vuelta. Con un tapón de plástico, el vino no respira». Reconoce que la presencia del dolmen, fuente constante de visitas, puede llegar a ser un fastidio, y que la Junta de Extremadura, cuando se metió a restaurarlo, a su juicio, «lo han retocado más de la cuenta». Su fama ha llegado al otro extremo del mundo. El otro día, un estudioso de Nueva Zelanda se presentó a la puerta de La Lapita a presentar sus respetos al formidable monumento megalítico. Una tumba simpar para los jefes de la tribu que ha llegado hasta nuestros días. Mientras tratamos de averiguar cómo volver a vivir de lo que hacemos, hacer productivo el campo, inventar industrias que no destruyan el aire y el suelo… a José Laso Mato le apena ver la postración de ahora, que sea el único que queda. Mayoral y encargado, se le nota la pasión por una finca en la que su padre le enseñó a trabajar en el campo y a estar en el mundo. Otra época.
«Miraras donde miraras, se extendían las tierras de los Cruz Guzmán». José se encarga de marcar a hierro las menos de cien vacas de la cabaña de la finca. El hierro es HC (Hermanos Cruz). Cuando José piensa cómo se hacía en el pasado no sabe cómo volver a hacerlo ahora. «El padre de mi mujer, con cuatro o cinco hijos, tenía cuatro o cinco vacas y cuatro o cinco gorrinos. Con eso y una huerta, les dio de comer a todos». De las cerca de 10.000 personas que vivían en Barcarrota, hoy no llegan a las 4.000 las almas. La emigración ha sido la salida de muchos vecinos de José Laso Mato. «Ya no se hace nada». Parece una metáfora de España. Como si el país tuviera que volver a aprender qué hacer junto a un dolmen y unos zahurdones.
Tarde o temprano regresamos. Lo hacemos por la EX-105, por Olivenza (donde entramos a leer los nombres dobles de las calles: en español y portugués, como prueba del dominio oscilante), y por la EX-107. A la salida de la villa pétrea y blanca que reclaman los lusos nos cruzamos con cuatro carros tirados por caballos, cargados de gente que duerme, o que mira hacia delante con los ojos rasgados. Como si temiera el porvenir, pero no se arredrara. Parecen gitanos portugueses volviendo a casa, pero podían ser campesinos pobres de Oklahoma dirigiéndose hacia el Oeste después de haberlo perdido todo en las tormentas de arena de la Gran Depresión, o nosotros mismos si la mala fortuna nos pusiera en la tesitura de tener que hacernos con un carro y un caballo para buscar con los mínimos enseres un lugar en el que tratar de rehacer la vida. No lo descartes. En Francia, el nuevo gobierno socialista sigue desmantelando campamentos gitanos. En España, el nuevo gobierno conservador sigue recortando los derechos de los inmigrantes. En Grecia, los ultraderechistas prosiguen su caza del otro. Así no se consigue más que propagar el dividendo del miedo. Se fabrican chivos expiatorios que nos hacen perder de vista las causas de las cosas, y sus causantes. Entre los pobres no debería ser el litigio, pero es donde más lo hay. En cada poste de alta tensión, un nido de cigüeñas. ¿Dónde anidaremos cuando nos expulsen otra vez del paraíso?
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