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El dueño del castillo de Alocaz (quienquiera que sea)

Reflexión sobre la falta de protección del patrimonio cultural no urbano.
FERNANDO BEJINES RODRÍGUEZ
15/05/2014. Diario de Sevilla.

TENIENDO en cuenta la afición de un reciente ex alcalde por regalar los castillos que levantó la ciudad de Sevilla para la custodia de su antiguo Reino, entiéndase Cortegana y Alcalá, no es extraño que no podamos saber a ciencia cierta a quién pertenecen los mutilados restos del castillo de Alocaz, en Utrera, que también fue construido por el Concejo sevillano para la defensa, en este caso, de la frontera de la Banda Morisca. Si le preguntamos al encargado de labrar estas tierras, el oppidum bajo el que se encuentra la ciudad romana de Ugia, nos dirá que el castillo es propiedad del cortijo, el mismo donadío del que surgieron las rentas que fundaron la Universidad de Sevilla, pero si la pregunta es si piensan hacer algo para evitar que terminen de desmoronarse los torreones que aún permanecen en pie, nos dirá, tranquilamente, que no, que eso en todo caso "que lo haga la Junta".

Esta cuestión de la propiedad de los restos históricos del castillo Alocaz, junto a la carretera N-IV, allá por el cruce de Las Cabezas, no es accesoria, porque si efectivamente pertenecen al cortijo homónimo, como tradicionalmente se sobreentiende, la Administración se apresurará a aclarar que la conservación de los maltrechos torreones, declarados Bien de Interés Cultural, corresponde al propietario de la finca, lo que legalmente sería absolutamente cierto. Pero el problema es que, tal y como están las cosas de lo público, y en el supuesto caso de que efectivamente sean privados, esta Administración no pensará en darse por aludida ante el previsible desmoronamiento de lo que queda de la torre principal de este recinto histórico, que desde que fue construida a principios del siglo XIV había sido hexagonal, pero que al día de hoy sólo mantiene, parcialmente, la mitad de sus paredes, por el desmoronamiento hace años de la otra mitad.

Es curiosa la forma en la que las administraciones competentes en Patrimonio Cultural vienen amparándose en la responsabilidad legal de los propietarios respecto a la conservación física del patrimonio histórico de naturaleza privada para desentenderse del concepto de "tutela", que en todos los casos, sí, en todos, corresponde a la Administración. Es decir, la garantía de que vamos a ser capaces de trasmitir a las generaciones futuras los valores patrimoniales de los bienes protegidos corresponde siempre a la Administración, que tendrá que actuar competentemente, en los casos que así se requiera, para exigir que los propietarios de los bienes históricos de naturaleza privada cumplan con sus obligaciones legales respecto a la conservación física de sus propiedades. Si las fachadas de mampostería de la torre del castillo de Alocaz terminan por desmoronarse, quienquiera que sea su propietario habrá incurrido en un incumplimiento de sus responsabilidades de conservación, pero la Administración también habrá incurrido en la dejación de su obligación de "tutelar" que efectivamente se produzca la conservación material del bien protegido, por parte de quien sea responsable legalmente.

La situación del castillo de Alocaz no es diferente a la de tantos otros elementos patrimoniales dispersos por entornos no urbanos, sobre los que en la práctica no se ejerce ningún tipo de acción de conservación ni de tutela, lo que traducido viene a significar que están totalmente desamparados. Si un día termina por desaparecer el castillo de la Torre del Bollo, cerca de El Coronil, que fue otro enclave del Concejo de Sevilla para defender los anchos campos de Utrera de los moros de Zahara, Setenil y Ronda, como ya ocurrió hace tiempo con la torre de la Ventosilla, esta nueva sociedad menguante, entenderá, interesadamente, que ha sido un desenlace "natural", una consecuencia "lógica" de la imposibilidad actual de atender el estado de estas construcciones, que hoy en día algunos prefieren reconsiderar como circunstanciales. Al estar localizadas en emplazamientos no urbanos, impracticables para el turista convencional, su posible desaparición tampoco supondrá excesivos remordimientos, ni públicos ni privados.

La Torre del Bollo requiere un andamiaje que apuntale el débil sustento de sus fachadas derrocadas; las paredes de la torre del castillo Alocaz todavía pueden ser perfectamente restituidas porque los sillares y la mampostería de sus muros desmoronados están allí mismo, a la espera de que alguien los reponga, antes de que otro alguien se los lleve; en Torre-Lopera nadie habrá quitado aquella higuera incipiente que brotaba hace años de una amenazadora grieta del muro, y hoy sus ya dilatadas raíces leñosas habrán provocado peligrosos deslizamientos de los sillares angulares, etcétera. Este tipo de construcciones históricas dispersas sucumbían tradicionalmente por el efecto que sobre la rapiña del abandono provocaban los terremotos o los rayos, pero en estos tiempos tecnológicos, la falta de una tutela efectiva, en cualquiera de sus manifestaciones, resulta mucho más dañina que la peor de las tormentas.

Si ustedes leen el estudio de la historiadora Raquel M. López sobre La Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de la provincia de Sevilla se darán cuenta de que gran parte del Patrimonio Cultural que ha sobrevivido a las adversidades y a las carestías, que siempre han existido, ha sido consecuencia de que en los momentos críticos alguien que estuvo pendiente reaccionó. Este heroico "estar pendiente" de los tiempos de Gestoso se llama en nuestros días "tutela patrimonial", y es un principio legal, además de ético, que mucho me temo que corresponde a la Administración, aunque el edificio protegido tenga dueño con apellidos. Muchas veces, prolongar la vida de estas construcciones históricas dispersas, hasta que lleguen tiempos mejores, no consiste en esperar la bendición de encontrar una Caixa que nos resuelva la papeleta de una restauración integral, que ojalá, sino en la diligencia cotidiana de apuntalar un hastial o en arrancar a tiempo una higuera silvestre, y, por supuesto, en la competente exigencia de que cada uno cumpla con su parte. Por estos anchos campos del "pan llevar" de Utrera, el modesto trabajo de una cuadrilla de peones del antiguo Empleo Comunitario sigue manteniendo en pie, treinta años después, los tapiales de la fortificación medieval del puente romano de La Alcantarilla, y la interesantísima torre del cortijo de Troya, testimonio arquitectónico del Repartimiento castellano, existe todavía porque hace muchos años un propietario responsable zunchó sus muros y grapó sus grietas.

Así pues, si las paredes de la torre del castillo de Alocaz terminan por desmoronarse, y con ellas la certidumbre en la inherente e irrenunciable aplicación del principio de "tutela" sobre estos patrimonios no urbanos, tan esenciales para el entendimiento de nuestra historia como "invisibles" para nuestra sociedad, ya saben que pueden ahorrarse las excusas, sean públicas o privadas.

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