Archer Huntington (en el centro, con barba) con la tartana en la que recorrió la Ruta del Cid, de Burgos a Valencia. |
25/04/2017. Tiempo.
La guerra hispano-estadounidense fue algo más que una guerra perdida, fue “el Desastre del 98”, el final del sueño de una grandeza evaporada en realidad tiempo atrás. Cuando Estados Unidos nos arrebató fácilmente Cuba y Filipinas, España dejó de ser oficialmente una potencia mundial y entró en una profunda depresión, reflejada en la melancolía de la Generación del 98.
La lengua castellana incorporó una frase hecha para consolarse ante una pérdida: “Más se perdió en Cuba”. En el inventario de esas pérdidas hay una que quizá parezca menor aunque supuso un doloroso trance para quien la sufrió, un joven arqueólogo norteamericano que había puesto todo su entusiasmo en las excavaciones que financiaba y dirigía personalmente en las ruinas de Itálica, en Sevilla, entregando sus hallazgos al Museo Arqueológico Municipal. Era Archer M. Huntington, que vio así interrumpido su tercer viaje a nuestro país, y amenazada la misión que se había impuesto, dar a conocer “el alma de España” en Estados Unidos.
La primera visita de Huntington a España fue en 1892. Tenía 22 años y resultó una catarsis, entró en comunión con sus gentes, con sus paisajes, con sus mitos. La figura de Rodrigo Díaz de Vivar se apoderó de él penetrándolo como un íncubo, recorrió la Ruta del Cid y decidió hacer “la mejor traducción” del Cantar de Mío Cid, para lo que incluso aprendió el árabe, pues consideraba que era imprescindible para entender bien el castellano del siglo XI. Su edición, plena de notas, es en efecto la mejor versión inglesa del Cantar y le valdría el master of arts honorífico en Yale y Harvard.
Pese a esa especie de mal de Stendhal, su viaje iniciático no tenía nada que ver con el Grand Tour de los jóvenes nobles ingleses del XVIII para adquirir un barniz de cultura humanista, ni con la búsqueda del pintoresquismo de los viajeros románticos. Su preparación era excepcional, había aprendido perfectamente el castellano, había estudiado la literatura, el arte y la historia de España, poseía ya una notable biblioteca de libros sobre estos temas y tenía un plan de trabajo. Su forma de viaje fue muy pegada al terruño, al monasterio de Yuste, lugar de retiro de Carlos V, llegó a lomos de mula, y la Ruta del Cid de Burgos a Valencia la hizo en una pequeña tartana, como si fuese un chamarilero ambulante. También incluyó en sus periplos el norte de España, huyendo del tópico extranjero que solo veía la España de pandereta de Andalucía o, como mucho, la austera Castilla del Cid.
Sus viajes por la península ibérica le dieron una visión directa del arte español que ya conocía académicamente, pero también de la artesanía popular, lo que le permitió diseñar cuidadosamente su “Museo Español” hasta convertirlo en lo que es la Hispanic Society, el mejor compendio de la cultura española que existe fuera de España.
Huntington procuró siempre conocer a la gente del pueblo, que consideraba especímenes puros de la honrada raza española, incluso dirigió personalmente una cuadrilla de 43 trabajadores para excavar las ruinas de Itálica, pero de otro lado, gracias a su condición social, tuvo acceso a lo más selecto de la intelectualidad y el mundo artístico español, como refleja la galería de retratos de sus amigos que hoy se puede ver en la exposición del Prado.
Allí conviven dos extremos, conservador y progresista, del pensamiento español, Menéndez Pelayo y Gumersindo de Azcárate, las glorias literarias de Blasco Ibáñez y Pérez Galdós, Echegaray y Pío Baroja, el inventor Torres Quevedo, el filósofo Unamuno o los poetas Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, además de autorretratos de los grandes pintores de principios de siglo, empezando por Sorolla y Zuloaga. A estos dos les organizó Huntington exposiciones en Nueva York que les abrieron el mercado americano, aunque también se dice que a Sorolla lo mató Huntington, porque, como Felipe IV a Rubens, le exigía más y más cuadros.
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