«Una civilización milenaria, que asombró a sus contemporáneos por sus riquezas mineras y cuyos restos se encuentran bajo nuestro suelo, debemos conocerla».
02/04/2024. The Objective. Manuel Pimentel
A veces, las civilizaciones olvidadas y las ciudades perdidas se encuentran más cerca de lo que pensamos. Tartessos, por ejemplo, que nos sigue fascinando. Se encuentra bajo nuestras ciudades y campos y queremos conocerlo. Envuelto por el mito durante demasiado tiempo, sus secretos se van desvelando gracias al trabajo incansable de arqueólogos y estudiosos. Hoy, todavía perfumada por el aroma de los mitos y de las leyendas clásicas, sabemos de su realidad arqueológica e histórica. Aún queda mucho por descubrir y conocer, así como vivos debates doctrinales a resolver. Por ejemplo, el de su relación con el mundo fenicio o su naturaleza política. Todo a su tiempo. Pero mientras la ciencia dictamina, Tartessos, o Tarteso, continúa atrayéndonos con la fuerza de lo desconocido, entre la realidad ya descubierta y las hermosas leyendas del pasado.
Tartessos aparece en más de veinte ocasiones en la Biblia. El gran Templo de Salomón, en Jerusalén, fue ornado con plata tartésica. Las naves de Tarsis intercambiaron riqueza entre los extremos del Mediterráneo, gracias, sobre todo, al comercio de los fenicios de Tiro. El profeta Jonás, huyendo del mandato de Yahvé de convertir a la pecadora Nínive decidió embarcar en una de las naves que partía hacia Tarsis. Vano intento, como sabemos, porque fue arrojado al mar en plena tempestad y, tras pasar tres días en el vientre de la ballena, devuelto a las arenas del punto de partida. No le quedó otro remedio al buen profeta que encaminarse hacia la Nínive irredenta. La Biblia consagró el recuerdo difuso de una Tarsis rica y opulenta, pero serían los antiguos griegos quienes cantaron en mayor medida al lejano reino del occidente mediterráneo, allá donde las Columnas de Hércules – separados los continentes por la fuerza hercúlea del héroe – lo abren al océano tenebroso.
La sibila de Delfos, a través de su portavoz Euristeo, por dos veces envió a Hércules a suelo tartésico, en pos de sus esforzados trabajos de redención. Uno, para robar los bueyes del rey Gerión, otro para sustraer las manzanas doradas de las Hespérides, custodiadas por el terrible dragón Ladón y las hermosas ninfas, hijas de Atlas. Importantes mitos griegos, como Poseidón o Medusa, guardan estrecha relación o cuna con Tartessos y su océano. Notables reyes o príncipes tartesios –mitificados– fueron cantados asimismo por los helenos clásicos, como Gárgoris, Habidis, Nórax o Argantonio, este último con ciertos ribetes históricos.
Tanto Anacreonte como el gran Herodoto nos narran la historia del longevo rey tartésico, con el que, al parecer, finalizó la dinastía. Murió sobre el 550 antes de Cristo, en un momento de crisis en el Mediterráneo. Los cartagineses –descendientes de los fenicios de Tiro– se hacían fuertes en el mar, con una clara vocación militar, bien diferente a la comercial de sus ancestros. Argantonio tuvo que enfrentarse al declive comercial de Cádiz –el gran emporio comercial de los fenicios– ya que su ciudad madre, Tiro, entró en decadencia atribulada por los asirios.
Para compensarlo, entabló relaciones comerciales con los griegos de Focea, a los que permitió, incluso, establecer una colonia en la costa mediterránea, Mainake, cuya localización exacta aún discuten los arqueólogos, Málaga para unos, Vélez Málaga para otros, quién sabe. Tal fue su compromiso con los foceos que llegó a donarles 1.500 lingotes de plata para reforzar sus murallas frente al ataque de los babilonios. Pero fue tarea inútil, Mainake quedaba demasiado lejos de las rutas griegas y de su principal colonia occidental, Marsella. Al final, los griegos abandonarían Mainake para, una vez muerto Argantonio, terminar siendo definitivamente expulsados por los cartagineses tras la batalla de Alalía.
A pesar de tantas referencias bíblicas y clásicas, Tartessos no fue más que un mito para los estudiosos españoles durante siglos. El gran Cervantes por dos veces lo cita en El Quijote, pero poco más. No sería hasta principios del siglo XX cuando un arqueólogo alemán, el célebre Schulten, se propusiera descubrir lo que él consideraba como la gran ciudad perdida, enterrada bajo las arenas del Coto de Doñana. Al igual que su ídolo Schliemann había localizado Troya al usar La Iliada como un mapa, él pensaba encontrar Tartessos siguiendo el periplo registrado en la Oda marítima de Avieno. Finalmente, Schulten fracasaría en su intento, pero logró poner a la mítica Tartessos sobre la mesa de la opinión pública y de la ciencia española.
El descubrimiento fortuito del espectacular tesoro del Carambolo, en las cercanías de Sevilla, a finales de los años cincuenta, consagró la arqueología tartésica, que desde entonces nos ha dado grandes alegrías, iluminando con las luces de la ciencia lo hasta entonces cubierto por las brumas del mito. Tesoros muy importantes, como el del Carambolo, el de Aliseda o los candelabros de Lebrija, asombraron por su riqueza y por la habilidad de sus orífices. Los hallazgos se multiplicaron. Tejada la Vieja, los cabezos de Huelva, Coria del Río, Doña Blanca, Medellín, Alcorrín y otros tantos, fueron tejiendo el tapiz complejo del conocimiento tartesio y fenicio.
La última frontera geográfica e investigadora se encuentra a orillas del Guadiana. Cancho Roano, Medellín y el impresionante yacimiento de las Casas del Turruñuelo, en Guareña, Badajoz, nos muestra la etapa epigonal de las antiguas glorias tartesias. Sebastián Celestino y Esther Rodríguez excavan el sorprendente Turruñuelo, donde ha documentado la mayor hecatombe conocida –más de cincuenta animales litúrgicamente sacrificados– y donde dos rostros femeninos esculpidos nos muestran por vez primera la imagen de sus habitantes. Sea un santuario, o un complejo palaciego, el Turruñuelo nos proporcionará grandes alegrías, pues sus moradores clausuraron el edificio con gran parte de sus ajuares amortizados en su interior. Todo un reto arqueológico que nos mostrará el final de la civilización tartésica, trasladada al Guadiana tras su colapso en el Guadalquivir.
Schulten bautizó a Tartessos como la civilización más antigua de occidente. Se desarrolló desde finales del bronce hasta el hierro pleno, desde el siglo X hasta el V a C. Gracias a los marinos griegos conocemos nombres propios, como ya vimos, de sus monarcas y sus mitos, lo que no ocurre con ninguna otra cultura contemporánea de la zona. Estrabón afirmó que los turdetanos –descendientes de los tartesios– fueron los más cultos de entre los pueblos íberos, pues tuvieron leyes escritas en verso con más de seis mil años de antigüedad. La influencia tartésica se extendió por toda Andalucía, Extremadura y el sur de Portugal, teniendo su eje en el triángulo Cádiz, Huelva y Sevilla.
Una civilización milenaria, que asombró a sus contemporáneos por sus riquezas mineras en plata, cobre y bronce, obtenido por aleación con el estaño de las Casitérides. Sus restos se encuentran bajo nuestro suelo y queremos y debemos conocerlo. La arqueología tiene la palabra, ya beberemos los divulgadores de sus descubrimientos y hallazgos.
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