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El Cortijo de Don Enrique y las pinturas murales del Castillo de Marchenilla

Señores de los despachos de las ciudades, no dejen pasar ni un solo día más, porque en el campo lo que no es útil desaparece, y en la tutela del patrimonio lo que se mantiene invisible está sentenciado.
POR FERNANDO BEJINES RODRÍGUEZ
29/03/2012. ABC

AUNQUE resulte difícil de entender para las cultivadas mentalidades urbanas, en el campo sólo se conserva lo que es útil, y por lo tanto tiende a desaparecer lo que deja de serlo.

Para el ámbito de la cultura oficial, que emana de la ciudad como concepto intelectual, Marchenilla, en Alcalá de Guadaíra, es un interesante castillo señorial de los siglos XIV y XV, con adaptaciones residenciales del XVIII; para la legalidad vigente, es un inmueble declarado BIC con la categoría de monumento; pero para la cotidiana cultura rural, Marchenilla es sencillamente un modesto cortijo, instalaciones agropecuarias donde la condición de edificio histórico, declarado, resulta en ocasiones una complicación para el desempeño diario de su valor funcional. Al mismo tiempo, esta simultánea condición de castillo- cortijo es en sí misma un valor histórico añadido que ha facilitado su conservación a lo largo del tiempo, por cuanto responde a un principio básico de la cultura tradicional: la capacidad de adaptación.

Pero, además, en Marchenilla se produce una circunstancia particular muy interesante, prácticamente inédita en el patrimonio rural de propiedad privada. En el camino de entrada, junto al inevitable aviso de peligro perros (el cave canem romano) se dispone otro cartel con la leyenda "visita sábados de 10 a 2".

-En la puerta del cortijo y o castillo, según el campo o la ciudad, éramos recibidos hace casi 20 años por Don Enrique, su propietario, un señor ya mayor que con un inusual sentido del cumplimiento de la legalidad (todos los edificios declarados BIC, de cualquier naturaleza, deben ser accesibles de forma gratuita al menos cuatro días al mes, normativa que no cumple ni la propia administración en muchos casos) nos enseñaba las dependencias de su castillo, convertidas modestamente en cuadras, gallineros, almacenes, y la torre del homenaje como pequeño museo.

Señores de los despachos de las ciudades, no dejen pasar ni un solo día más, porque en el campo lo que no es útil desaparece, y en la tutela del patrimonio lo que se mantiene invisible está sentenciado personal con aperos de labranza, cacharrería, algunas piezas arqueológicas y, significativamente enmarcado, el decreto de declaración como Monumento Histórico y Artístico de 1931.

Frente a la vernácula desconfianza preventiva respecto al curioso que habitualmente se encuentra quien pretenda visitar un cortijo, una hacienda, un molino, Don Enrique abría las puertas de su castillo con un marcado concepto de la responsabilidad y una desbordante conciencia histórica, que culminaba cuando dentro de aquella torre decía, pletórico, aquí, aquí mismo, firmaron las paces los Ponce y los Medina En aquellas visitas juveniles ya detectamos que en los muros interiores de esta torre, bajo la múltiple superposición de cales, se manifestaban fragmentos polícromos de pinturas murales con motivos vegetales, que aparecían tras los inevitables caliches de la humedad y el olvido.

Hemos regresado a Marchenilla muchos años después. Sabíamos que ya no estaría Don Enrique para recibirnos, pero la misma hospitalidad familiar (que ahora se llama Pepe) nos ha vuelto a abrir las puertas del cortijo, según ellos, o del castillo, según nosotros. Hemos venido porque queríamos ver cómo el paso de los años había afectado a estas pinturas murales subyacentes, que en su día nos llamaron la atención y que hoy, con alguna experiencia vital acumulada, tenemos plena conciencia de su extraordinario valor patrimonial. La torre de las paces de los Ponce y los Medina conserva aquella pátina etnográfica que le dispensó Don Enrique, y las pinturas de la planta baja continúan ocultas bajo las cales y la acumulación de polvo, aunque más parcheadas y con mayores mutilaciones: desprendimientos de enlucidos, abombamientos, regolas, apertura de huecos, es decir, la sencilla realidad del día a día en el campo y el frágil equilibrio de lo que se resiste heroicamente a desaparecer.

Aunque los tiempos económicos de este mismo día a día en los despachos de las ciudades no son propicios para que sus cultivados responsables piensen en paredes pintadas, permítanme que les diga que es imprescindible acudir con urgencia al rescate de este conjunto de pinturas murales de mediados del siglo XV. Estilísticamente presentan una relación fraternal con los zócalos pictóricos del monasterio de San Isidoro del Campo, roleos de acantos carnosos entre cenefas de cardos, de los que se conservan muy escasos ejemplos en el contexto artístico hispalense; con un poco de suerte, bajo las cales de Morón existirán considerables paños esgrafiados que incomprensiblemente, casi 20 años después, todavía permanecen ignorados por la cultura "oficial".

Señores de los despachos de las ciudades, no dejen pasar ni un solo día más, porque en el campo lo que no es útil desaparece, y en la tutela del patrimonio lo que se mantiene invisible está sentenciado. Si finalmente, dentro de unos años, esto ocurriera, como es bastante probable que así acurra porque los frágiles equilibrios son perecederos, desde algún despacho de la ciudad se pondrá el grito en el cielo. Cuando esto suceda será imposible explicar que en el campo el día a día se impone inexorablemente, como también lo hacen las inercias respecto a los "patrimonios invisibles" en los despachos de las ciudades.

La familia propietaria de Marchenilla ha conservado y custodiado aceptablemente durante décadas este inmueble; sin adulterarlo le han dado uso (que es mantenerlo vivo) y permiten su conocimiento ciudadano, lo que no es poco (lo que en realidad es mucho) Frente a este inusual y modesto cumplimiento privado de la letra y del espíritu de la legislación patrimonial, las administraciones no han reaccionado de su indiferencia respecto a estas frágiles pinturas murales de las cuales tienen perfecto conocimiento desde hace muchos años, y que actualmente requieren con urgencia, al menos, que se planifique la garantía de su conservación (en la cultura del campo son importantes los tejados, pero no lo son los caliches de las paredes)

Como en otros casos de "patrimonios invisibles" si algún día estas subyacentes pinturas murales del siglo XV desaparecen, esa misma administración que no las tuteló editará un magnífico libro con ilustraciones y recreaciones virtuales de lo que pudo haber sido y no fue, libro que lucirá en las estanterías de la cultura "oficial" que emana de la ciudad, y cuya cómoda lectura resarcirá de tener que entretenerse en buscar formas y colores debajo de paredes encaladas. Además, con el libro ya no hará falta que los señores de los despachos de las ciudades tengan que pisar el dichoso campo.

-¡Hágalo usted! podrá comprobar el desvelo con el que en Marchenilla se cuidan los tejados.

FERNANDO BEJINES RODRÍGUEZ ES LICENCIADO EN HISTORIA DEL ARTE

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